El fin del surrealismo - Luis Buñuel

 


Breton podía dar una importancia desmesurada a detalles que a otro se le hubieran escapado. Después de que visitara a Trotski en México, le pregunté que impresión había causado el personaje y me contestó:

Trotski tiene un perro al que quiere mucho. Un día en que el perro estaba a su lado, mirándole, Trotski me dijo: «Este perro tiene mirada humana, ¿verdad?» ¿Se da usted cuenta? No comprendo como un hombre como Trotski pueda decir semejante estupidez. ¡Un perro tiene mirada humana! ¡Un perro tiene mirada de perro!
Y me lo decía indignado. Otro día salió corriendo de su casa para volcar a puntapiés el cajón portátil de un vendedor de biblias ambulante.
Breton odiaba la música, al igual que muchos surrealistas, especialmente, la ópera. Empeñado en sacarle de su error, un día conseguí convencerlo para que me acompañara a la Ópera Cómica, con otros varios miembros del grupo, seguramente, René Char y Éluard. Se representaba Louise de Charpentier, que yo conocía. Nada más levantarse el telón, quedamos desconcertados por el decorado y los personajes. Aquello en nada se parecía a la ópera tradicional que a mí me gustaba. Entra en escena una mujer con una sopera y se pone a cantar el aria de la sopa. Es demasiado. Breton se levanta y se marcha con insolencia, indignado por haber perdido el tiempo. Los demás lo siguen. Yo también.
Durante la guerra, veía con frecuencia a Breton en Nueva York y, después, en París. Fuimos buenos amigos hasta el fin. A pesar de los premios que se me han concedido en diversos festivales, él nunca me amenazó con excomulgarme. Incluso me confesó que Viridiana le había hecho llorar. El ángel exterminador, por el contrario, le defraudó un poco, no sé por qué.

Hacia 1955, me encontré con él en París, un día en que los dos íbamos a casa de Ionesco. Como era un poco temprano, fuimos a tomar una copa. Le pregunté por qué habían expulsado a Max Ernst, culpable de haber obtenido el gran premio de la Bienal de Venecia.
– ¿Qué quiere que le diga, amigo mío? -me respondió-. Nos separamos de Dalí porque se convirtió en un miserable comerciante. Ahora lo mismo le ha ocurrido a Max.
Queda en silencio un momento, y luego añade -y yo veo en su rostro una pena profunda, auténtica:
– Es triste tener que reconocerlo, mi querido Luis, pero el escándalo ya no existe.
Yo estaba en París cuando murió Breton y fui al cementerio. Para no ser reconocido, para no tener que hablar con personas a las que hacía cuarenta años que no veía, me disfracé un poco, con un sombrero y unas gafas y me quedé a un lado.
Fue un acto rápido y silencioso. Luego, cada cual se fue por su lado. Siento que nadie dijera unas palabras junto a su tumba, como una especie de adiós.

Luis Buñuel
Mi último suspiro

Enlaces:

Luis Buñuel

Comentarios