Humo de fábrica - Joan Salvat-Papasseit



Vi la hórrida fachada y vi sus mártires. Y vi que poco a poco iban saliendo todos, con los semblantes tristes y cansados, y la cara arrugada y los ojos velados como por una lágrima muy honda que tarda a decidirse pero que siempre ahoga. El rictus de los labios de aquellos infelices ahora se iba ensanchando y curvándose más como un rostro simiesco. Y eran degenerados también, por la blasfemia, que les iba comiendo como el hambre asesino y el tosco trabajar. Lo producían todo y lo sufrían todo: Eran desheredados entre los demás hombres, o entre los demás tigres, que así puede decirse… 

Las largas y las altas chimeneas humeaban aún; todos los que salían tenían el color de aquel humo bendito, de aquel humo maldito. A las veces, mirando, creí verles trepar y cabalgar sobre el enorme falo, que diría Junqueiro, y sus caras tenían, como en los vengadores de su vida y su honra, su verdadera honra, la terrible expresión de los que cuando mueren maldicen su morir. 

Porque no era justicia, su morir. Porque no era justicia que la guardia civil celebrara excursiones por los alrededores de la fábrica, para llevarse a hermanos que luchaban por un poco de pan con dignidad, para su hogar más frío cuanto más producían. Obreros que volvían de la cárcel con el pulmón deshecho por la tisis. Y siempre era el más bueno, entre la masa enorme de desdichados buenos, aquel que se llevaban. Siempre era aquel hermano que se había parado a meditar ante el Cristo de Styka, el formidable Ecce-Homo de severa mirada plantado ante Pilatos el mal juez. Porque todos los buenos llevaban en su alma otro Cristo de Styka. Pobre multitud gris, recibía al caído llorando de emoción, y confiada siempre en otra hora lejana no divisada aún, pero en la que los hombres no fueran asesinos de los hombres. ¡Hasta que nuevamente otra pareja manchase el traje azul de una víctima nueva! 

Salían lentamente de la fábrica y yo leí sus odios y sus buenos amores, su hambre y su miseria. Y así leí también que eran los productores, aquellos desdichados. Y me junté con ellos, porque su aspecto era de bondad y dulzura y porque son el símbolo, por este padecer, de la evolución firme y creadora.

Mientras, las chimeneas humeantes dibujaban cabezas de rabias comprimidas y de angustias y muertes: Era la gran visión de la terrible nube que traerá la lluvia, la tempestuosa lluvia que les libertará. La lluvia que es la masa que lo produce todo y carece de todo.

Aún me fui bendiciéndoles por aquella tragedia de sus vidas, porque les hará dueños de todos los destinos dé la tierra: —Cada uno que muera en la lucha sublime por un mejor mañana, producirá en su tumba a ras de tierra una rosa de fuego que consumirá un mundo de injusticias sociales. Así sea. 

Joan Salvat-Papasseit (1918)

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