EL PLAN - María Soledad García

 



 

Mi hermano lleva tres años en chirona y, desde entonces, el día de Navidad mis padres y yo vamos a visitarlo a Valdemoro. Desde pequeño se le dio bien burlar cerraduras con ayuda de una radiografía, incluso desmontarlas como un juego de lego. Hasta el momento en que se le ocurrió volar la del Banco Santander no nos percatamos del peligro. No había salido de la sucursal, en el Dos de Mayo, cuando saltaron las alarmas.

En Nochebuena cenamos los tres con los abuelos, los tíos y los primos, y mamá se la pasa suspirando. El abuelo habla por teléfono con Manu, pero mamá no tiene ni idea, porque lo hace a escondidas. El resto no sabe nada de lo de la cárcel y mamá se ha inventado una historia para justificar su ausencia. Le puede la vergüenza, y papá, que nunca alza la voz, lo da todo por bueno con tal de no llevarle la contraria. Como a Manu le pilló estudiando un ciclo de informática, lo ha puesto a trabajar para una oenegé y lo ha enviado a Etiopía a actualizar todos los ordenadores del país. Al principio, todo eran preguntas sobre su regreso, pero, sin meterse en camisas de once varas, han asumido que Manu es un chico solidario y trabajador y que hasta que no finalice lo que se ha propuesto seguirá allí.

—Seis años pasan pronto —se intenta convencer mamá cuando nos quedamos a solas—y Etiopía es muy grande y tendrá muchos ordenadores que arreglar.

Ella prepara la cena casi sin ganas, haciendo de tripas corazón para que el resto de la familia no sospeche nada, pero cuando se sienta es incapaz de tragar. Se excusa diciendo que echa mucho de menos a Manu, así que el abuelo vuelca en su plato el pavo que mamá no se come. Dice que pasó mucha hambre durante la guerra y que nunca más.

Por la mañana, el día de Navidad, nos subimos los tres al coche y no abrimos la boca hasta que la funcionaria de la puerta nos pide que nos identifiquemos y revisa el paquete que mamá le ha preparado a Manu. Debe de tener docenas de camisetas interiores. En cada visita, mamá le mete una nueva, y eso que ella acude cada dos semanas. La sala donde nos reunimos es enorme y está adornada con un espumillón de hace mil años. Los gritos reverberan como si estuviésemos en el mercado y se mezclan con los villancicos que escupe un altavoz. Nos sentamos y esperamos a que Manu aparezca por la puerta del fondo.

Mamá siempre repite lo mismo.

—Ay, hijo mío, por qué te has tatuado otro dibujo de esos tan horrorosos. Pareces un delincuente.

Papá y yo miramos al suelo, pero esta vez Manu no se toca los tatuajes, sino que se comporta como si realmente estuviera en Etiopía, con la cabeza en otro sitio. Hoy, Manu está serio. Nos dice que ya no aguanta más dentro, que si sigue así va a cometer una locura. Mamá se echa a llorar y yo le estrecho la mano, porque no sé cómo consolarla.

—Hijo, si yo sé que tú no tuviste la culpa, pero ya queda menos. Solo tienes que portarte bien y verás.

Pero Manu no la escucha. Por la manera de tocarse el pelo, tejiendo tirabuzones, sé que está tramando algo y que no sabe por dónde empezar. Entonces, se decide y nos cuenta lo del plan. Dice que de esta no pasa y que es la última vez que pisamos la cárcel. Piensa disfrazarse de Baltasar y, aprovechando el jaleo que se monta en Reyes, escaparse por una puerta por la que se accede a la enfermería. Desde allí, reventará la cerradura que da al exterior. No tiene ninguna complicación, nos asegura. Para llegar a la enfermería, fingirá que le duele la tripa o se dará un atracón de polvorones y figuritas.

—Ay, hijo, de Baltasar.

Eso es lo único que se le ocurre a mamá sobre la majadería de Manu.

—Sí, mamá, seremos muchos baltasares, uno por pabellón, así que cuando descubran mi ausencia ya estaremos lejos.

Supongo que no será necesario explicar que, para completar la fuga, nosotros estaremos fuera a lo Thelma & Louise, con el coche al ralentí para salir huyendo.

En Nochevieja, mamá se come las uvas apresurada. Y pide un deseo. Hace tanto que no la veo sonreír que sé perfectamente en lo que está pensando. Brindamos toda la familia y mamá les anuncia que ya pronto terminará el proyecto de Manu en Etiopía y en unos días estará en casa. Las copas chocan de nuevo y el abuelo, valiéndose de la euforia general, se sirve más champán.

La mañana de Reyes papá explota. Le grita a mamá y le dice que así no ayuda a su hijo, que todo es culpa suya por no saber decirle nunca que no y consentirlo. Mamá lo mira sin pestañear y le ordena que se suba al coche y se calle, que si después no quiere saber más de nosotros, que se vaya. Pero que se suba al coche. El abuelo nos desea buena suerte y me guiña un ojo. ¿Qué sabrá él?

Papá arranca y coge la M-50, más mudos que nunca. Desde el retrovisor veo a mamá llorando, pero con el ruido del motor apenas se la oye. Aparcamos en el sitio y a la hora que hemos concertado con Manu. Ni rastro de traje de Baltasar. Pasan una hora, dos, tres, cuatro. Anochece. Resplandece el encendido de las luces.

—Vamos a casa —dice mamá abotonándose el abrigo.

Papá obedecer sin rechistar. Ahora el que llora es él. A mamá no le quedan ya lágrimas. Otra vez caravana a la entrada de Móstoles. Me pongo los cascos y dejo que Pitbull cante a todo trapo. Espero que este año se hayan acordado de colocar mis regalos bajo el árbol. Y rezo porque olvidemos pronto esta Navidad.

María Soledad García. 

Finalista del XVII Certamen AMEIS  Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras

https://ameisescritoras.es/xxi-certamen-de-relato-donde-esta-la-navidad

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