Empecé a escribir Las edades de Lulú en otoño
de 1987. Tenía
veintisiete años y, hasta donde podía
recordar, siempre había querido ser
escritora, aunque en aquella época, después de
haber empezado varias
decenas de novelas sin haber sido nunca capaz
de acabar el segundo
capítulo de ninguna, mi fe comenzaba a flaquear.
Ahora supongo que el
trabajo con el que me ganaba la vida entonces
era uno de los principales
agentes de mi desesperanza. Y sin embargo,
también sé que, si no lo
hubiera desempeñado durante aquellos años,
nunca habría podido empezar
a escribir.
Desde 1982, yo trabajaba como escritora de encargo —lo que en el
argot editorial se llama «trabajar de negro»,
«de negra» en mi caso— para
diversas editoriales dedicadas sobre todo al
libro de texto, los fascículos y
las obras de consulta y/o divulgación, en un
ambiente muy similar al que,
en 1998, se convertiría en el escenario de mi
cuarta novela, Atlas de
geografía humana. No tenía contrato fijo y
dependía de los encargos que
pudiera enganchar aquí y allá. Mi trabajo
consistía en redactar textos —pies
de fotos, definiciones de términos para
enciclopedias, entradillas y solapas,
artículos de apoyo, cuadros sinópticos,
recuadros y resúmenes— sobre lo
que hiciera falta, pero siempre del tamaño,
estilo y tono que me indicara el
editor del libro. Algunas veces sabía algo del
tema sobre el que escribía y
otras, la mayoría, no tenía ni idea, pero daba
igual. Fusilaba —es decir,
copiaba alterando el léxico y la sintaxis del
texto original— todo lo que
podía, y cuando no podía, me lo inventaba. En
ese trance, mi creatividad
alcanzó un nivel bastante notable que sin
embargo, y apunto este tanto en la
lista de mis méritos, nunca comprometió mi
estabilidad laboral. Por lo
demás, tampoco mis textos eran sometidos a un
control de calidad
demasiado riguroso, y ninguno de los autores
que se suponía que los habían
escrito —porque yo casi nunca los firmaba— se
quejó nunca de mis
invenciones, si es que alguna vez llegaron a
leerlas, que lo dudo.
La escritura de encargo me hizo escritora,
pero también me inspiró una
peligrosa condescendencia conmigo misma. De
una parte, me permitió
aprender el oficio y me familiarizó con la
disciplina cotidiana de la
escritura, pero de otra, depreció de manera
inevitable ante mí misma el
valor de lo que no tenía más remedio que
considerar mi producción escrita.
Yo trabajaba a destajo, tantos folios
entregaba, tantos folios cobraba, y el
precio de mi trabajo —una media de mil
quinientas pesetas por cada
holandesa de treinta líneas a sesenta
espacios— no incentivaba
precisamente mi esfuerzo. Y sin embargo,
cuando ya estaba empezando a
creer que el encargo sería el único horizonte
al que podría acceder desde el
teclado de un ordenador, sucedió algo que puso
en marcha un mecanismo
íntimo, secreto, que siempre ha extraído lo
mejor y lo peor de mí misma.
pluriempleo y exclusiva, para el grupo
editorial Anaya. Por las mañanas,
acudía al flamante edificio de la calle Josefa
Valcárcel y me dedicaba a
coordinar una colección de guías turísticas.
Naturalmente no tenía un
contrato fijo, nunca lo tuve, pero por una vez
sí tenía un despacho para mí
sola, detalle que me hizo mucha ilusión
durante algunas semanas y me
permitió, durante muchas otras, escribir en
los huecos de mi actividad
laboral buena parte de Las edades de Lulú en
un cuaderno que todavía
conservo. Cuando terminaba mi jornada matinal,
me iba a casa, donde me
dedicaba a redactar por las tardes los pies de
fotos de la Biblioteca
Iberoamericana, la gran apuesta editorial del
grupo de cara a los fastos de
1992, que ya se veían venir. Por decirlo con
palabras de aquellos tiempos, la
Biblioteca era mía. Yo me había ocupado de
escribir los pies de fotos de
todos los tomos desde que apareció la
colección, e intenté seguir haciéndolo
y coordinar las guías al mismo tiempo, porque
necesitaba dinero. Me había
metido en una hipoteca criminal, una de
aquellas hipotecas de los ochenta,
y solo podía pagarla a duras penas, así que lo
intenté, pero no pude. Cuando
se hizo evidente que no daba más de mí, mi
jefe contrató a otra redactora
para que nos repartiéramos el trabajo. Era
periodista de formación, creo
recordar, y estaba casada con un ejecutivo del
grupo, detalle que, por cierto,
no la hizo muy popular en el equipo. De todos
modos era simpática y, por
fortuna, muy lenta, quizás porque el dinero le
daba igual, así que apenas
llegó a quitarme la mitad del trabajo del que
debería haberse hecho cargo.
Nos llevábamos bien, tanto que mi despacho fue
uno de los lugares a los
que acudió una mañana con una botella de vino
en una mano y un montón
de vasos de plástico en la otra.
Si tuviera que definirme a mí misma por una
virtud, no sabría cuál
escoger. Ninguna de mis virtudes, muchas o
pocas, podrá competir jamás en
intensidad con mi defecto, mi pecado
principal, al que no dudaría ni un
instante en recurrir para definirme a mí
misma. Porque si yo soy es porque
soy soberbia. Tan sobremanera, tan
extremadamente soberbia, que a esta
debilidad le debo gran parte de mi fortaleza.
La soberbia está en el origen
de mi ambición y de mi tenacidad, la soberbia
me libera de pasiones tan
literarias como la vanidad o la envidia —que
solo pueden experimentarse
cuando se considera que los demás están a la
misma altura que uno mismo
—, y la soberbia, además, ha sido la
responsable de la mayor parte de los
disgustos, decepciones, fracasos y ridículos
que he padecido en mi vida. No
existe caída más dura que la caída de una
persona soberbia, ni un estupor
semejante al que un soberbio prueba al caer.
Tampoco existe, o al menos yo
no lo conozco, un estímulo tan feroz como el
que aprieta los dientes de una
soberbia despechada.
Aquella pobre mujer, que no tenía la culpa de
nada, me invitó a una
copa de vino para celebrar que había ganado un
accésit en un certamen
literario de cuento —creo que era el Hucha de
Oro, pero no estoy muy
segura, tal vez estuviera patrocinado por
Renfe— cuyo primer premio, para
mayor vergüenza mía, había quedado desierto. Y
ella estaba entusiasmada,
y quería celebrarlo, y tenía todo el derecho,
todas las razones del mundo
para hacerlo. Pero ahí estaba yo —YO—, que era
la escritora de la casa, la
que algún día iba a escribir, la que siempre
andaba anunciando en la
máquina del café que estaba a punto de empezar
una novela. Yo, desplazada
por un mísero accésit de un premio desierto,
yo, condenada a ver y escuchar
las expresiones de una admiración ajena, yo,
con una sonrisa más falsa que
el beso de Judas y los dientes apretados hasta
que empezaron a dolerme las
mandíbulas. Entonces, como tantas otras veces
en mi vida, grité con los
labios cerrados, grité hacia dentro y hacia el
mundo al mismo tiempo, grité
sin mover un solo músculo de la cara pero con
los músculos del alma
estrujados en un puño.
Os vais a enterar, eso fue lo que grité. Y
aquella vez fue verdad.
Aquella vez se enteraron....
Almudena Grandes
Fuentes:
https://docplayer.es/8205913-Las-edades-de-lulu-15-7-08-12-19-pagina-7-indice-prologo-quince-anos-despues-9-las-edades-de-lulu-27.html
https://www.google.com/search?q=Las+edades+de+Lulu+(Pr%C3%B3logo+Quince+a%C3%B1os+despu%C3%A9s)+-+Almudena+grandes&rlz=1C1PRFI_enES796ES796&sourceid=chrome&ie=UTF-8#:~:text=Las%20edades%20de%20Lul%C3%BA%20%2D%20Almudena%20Grandes.pdf,https%3A//prepa.unimatehuala.edu.mx%20%E2%80%BA%20attachment
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