Te veo conducir
por el camino de la tarde.
Con los ojos clavados
vuelves a tu ciudad
y en la cuneta quedan las desgracias,
los años, los amores
como si fuesen árboles caídos.
Son de hoja perenne, no te engañes.
Envejecer es la costumbre
del rostro que sorprende en las arrugas
su propia identidad,
esa historia dudosa
del delincuente honrado.
Igual que los destinos más vulgares,
el tuyo está en las manchas de mi piel.
Una debilidad con piel de lobo.
Que cada curva salve un precipicio,
no limpia la mirada.
Que no haya más excusas
para justificar la dirección,
tampoco nos condena.
La lentitud y la velocidad
ya no discuten por nosotros
a los dos lados del espejo.
Marcas, herencias, huellas.
Cuando llegues a mí
no estará el corazón.
Estaré yo para pensarlo todo.
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