'El premio gordo', - Vicente Blasco Ibáñez

 


Jacinto apuró el último sorbo de café que contenía la taza, chupó furiosamente su cigarro, y luego púsose a contarme la siguiente historia:

 


I

Conviértete en Dios y dale a un hombre todo el talento y la fortuna posibles en este mundo.
De seguro que se alegrará mucho; pero la tal alegría no será ni un trasunto pálido de lo que sentiría si por Navidad le cayesen en bolsillo 50.000 duros envueltos en un billete de lotería.
Es preciso haber experimentado tal sorpresa para comprender el gozo que uno siente al encontrarse de pronto con un millón y pasar de la categoría de perdido a la de millonario, aunque nada más sea en singular.
¡Ay, amigo mío! Yo me estremezco todavía cuando recuerdo lo que experimenté al ver que era poseedor de una parte decimal del premio gordo.
Aquello significaba tanto para mí como para el náufrago que, montado en un madero, distingue entre las brumas la cercana costa.
Después de la abstinencia, la hartura.
Luego de los frecuentes ratos de melancolía, la alegre existencia del hombre que, siendo joven, tiene mucho dinero.
Aquel billete premiado ostentaba para mí, escrito en caracteres visibles, un nuevo método de vida.
Abandono completo de la mísera casa de huéspedes, con su catre desvencijado y sus comidas sucias y estrambóticas.
Renuncia de la vida aventurera y bohemia. Abstención de dar sablazos a nadie. Y, sobre todo, casarme con mi Gabriela, con aquel ángel de luz a quien debía el ser poseedor de la tal cantidad.

Ella me había sugerido la idea de comprar el décimo ahora premiado y a sus muchos rosarios rezados por la noche en la cama, a hurtadillas de la mamá, debía sin duda los favores de la fortuna, tan pródiga para conmigo.

Ni un solo instante se me ocurrió el olvidarla al encontrarme millonario.
«Amigo mío —me dije—: Gabriela es una pobre chica que te ha querido siendo tú un muchacho de vida poco ejemplar. Nada más justo que darle tu mano ahora que eres rico y puedes hacer su felicidad».
Y fui corriendo a casa de mi novia para participarle la noticia.
Hubo lo que era de esperar al conocerla junto con mi demanda matrimonial.
Desmayo de la niña, lágrimas de la mamá, abrazos del padre, y después sonrisas cariñosas de todos, y en especial de Gabriela.
¡Pobre chica! En toda su vida gozó tanta felicidad como en aquel instante. Yo tampoco creo haberme encontrado nunca tan alegre, y...
Vamos, me falta poco para llorar cuando recuerdo aquel momento.

 


II

A los quince días nos casamos.
Y nuestro casamiento fue propio de un hombre que posee 50.000 duros.
Gran convite, chispeantes brindis, amorosos epitalamios y borracheras de champagne. De todo esto hubo en nuestra boda.
Después, Gabriela y yo partimos para París el mismo día, pues para seguir las costumbres de la moda es preciso encerrar las mejores escenas de la luna de miel en un coche de primera.
De París pasamos a Italia y allí permanecimos bastante tiempo, gastando mucho y divirtiéndonos como yo nunca había podido imaginar.
Cuando volvimos a nuestra patria, ¡qué feliz y portentoso cambio se había operado entre las muchas personas que yo conozco!
Todos me trataban como a un hombre nuevo y nadie parecía recordarse de aquel muchacho que algunos meses antes apenas si se dignaban saludar.
En esto tal vez influiría el diferente aspecto que yo presentaba. Verdaderamente debía estar desconocido.
Antes vestía miserablemente, pagaba un pupilaje de ocho reales y necesitaba valerme de mil artes para subsistir. Mientras que ahora poseía coches, seguía las modas y siempre tenía dinero dispuesto a satisfacer las necesidades de los amigos.
Comprendí, además, por ciertas manifestaciones, que mi talento había sufrido un rápido desarrollo sin darme yo cuenta de ello.
Aquellos mismos periódicos en cuyas redacciones había sufrido sonrojos mendigando la publicación de mis obras, ahora daban a luz pomposas gacetillas en las que se me llamaba eminente publicista, ilustre literato y armonioso poeta; y en los cafés, cuando, rodeado de los amigos, soltaba alguna majadería, todos aplaudían a coro y no faltaban muchos que decían por lo bajo, si bien procurando que yo les oyera:

—Este Jacinto tiene un talento asombroso.

En fin, amigo mío, que yo era otro hombre, porque mi personalidad pesaba, sin duda, más en la opinión de la gente con el aditamento de mis 50.000 duros que, dicho sea de paso, gastaba muy aprisa.
También en Gabriela habíase efectuado un cambio trascendental que noté yo solo. Mi mujer me amaba: esto lo sabía yo de una manera cierta y buena prueba de ello me había dado durante la época de nuestros galanteos. Pero, a los pocos meses de casada su cariño enfrióse bastante, y dejó muchas veces de ocuparse de mí para fijar toda su atención en las modas y esas otras materias fútiles a que tan aficionadas son las mujeres.

Gabriela, al ser rica, deseaba brillar tanto como sus nuevas amigas de alta sociedad; y esto, unido a que aquellas no vivían muy unidas a sus cónyuges, hacía que mi mujer, por espíritu de imitación propio del que está alejado de su esfera, no fuese tan apasionada conmigo como antes.

Yo deseaba una vida alegre y llena de comodidades, pero libre de las tiránicas obligaciones del gran mundo. Mi esposa, por el contrario, amaba la etiqueta y las ridículas ceremonias sociales formaban su principal encanto. Esta diferencia de aficiones producía un ligero enfriamiento en nuestro trato y era causa de que Gabriela me considerase, allá en su interior, como un hombre basto y desprovisto de toda elegancia.

Yo debía haber previsto los resultados de tal diversidad de pareceres; pero, por desgracia, no pensé en ellos y, antes al contrario, asentí a todas las peticiones que me hizo mi esposa. Y di en mi casa bailes y reuniones, a los que concurrieron la flor y nata de la elegancia, y sucedió que...

Pero no anticipemos los sucesos, como dicen los novelistas.

 


III

¡Qué aspecto tan brillante ofrecía mi casa en las noches de bailes! Porque yo daba bailes y gastaba como un Rostchildt, creyendo que el millón no llegaría nunca a agotarse.

Aquello era un torbellino de negros fracs y blancos vestidos de encajes meciéndose al compás de las arrebatadoras notas de Strauss. ¡Y qué hermosos y confortables eran mis salones!

En ellos había invertido gran parte de mi fortuna y todos los recursos de mi imaginación, que ya sabes no es nada pobre en punto a fantasía.
Mi casa la frecuentaban aquellas noches los principales personajes de Madrid y no era extraño ver en ella a los embajadores de las principales potencias, a los títulos más apergaminados (en sentido metafórico), y aun de vez en cuando a algún ministro de la corona.
Nadie se acordaba de la posición que algunos años antes ocupábamos Gabriela y yo, y todos acudían a mis bailes, ansiosos de divertirse tanto en el salón como en el buffet.
La verdad es que yo era el que menos gozaba en las tales noches.

Mis convidados se paseaban por toda la casa, hacían cuanto era de su gusto y no se acordaban del dueño para nada.

Rara era la noche en que no me presentaban cuatro o cinco caballeros que, después de los saludos y cumplimientos de costumbre, se metían en los salones con la seguridad del que pisa terreno propio, y no volvían ni tan sólo la cabeza cuando yo pasaba alguna vez por su lado.

En tanto, este infeliz tenía que ir haciendo el dominguillo por los corrillos de las damas, preguntando a los jóvenes si se divertían y echando flores a las mamás, algunas de las cuales podían ya por poco servirme de abuelas.

Te digo que aquello era tan enojoso para mí, que mil veces hubiera suprimido los bailes a no ser por Gabriela, que los tenía como artículo de perentoria necesidad.

Ella sí que se divertía. Constantemente estaba rodeada de un sinnúmero de adoradores y la infame se sonreía al escuchar sus amables ternezas.
Mil veces estuve tentado de emprender a cachetes con aquellos sietemesinos pegajosos; pero siempre me detenía pensando que usaba frac y que con tal prenda, y en un salón de baile, es preciso desprenderse de ciertas preocupaciones que se sienten cuando es uno pobre y tiene corazón.
Una noche en que el salón principal de mi casa estaba cual nunca deslumbrador, albergando ese todo Madrid tan zarandeado por los revisteros elegantes, tuve que decir no recuerdo qué cosa a mi mujer, que en aquellos instantes no se encontraba en el baile.

Pregunté a los criados y no supieron contestarme, hasta que por fin me decidí a buscarla yo mismo, encaminándome a su tocador después de recorrer los principales aposentos de la casa.

Abrí la puerta con un llavín que yo poseía y no pude menos de proferir una blasfemia al ver a mi Gabriela abrazada a un elegante que por entonces era el hombre de moda y el favorito de las damas.

La infame aprovechaba aquellas horas de confusión para avistarse con su amante, pues el resto del día lo pasaba siempre a mi lado.

Al contemplar aquella escena, mi sangre se enardeció; mi carácter, fiero e indomable, rompió las trabas sociales que hacía tiempo le oprimían y, faltándome armas, agarré con fuerza colosal una pesada silla y, ciego de furor, púseme a dar golpes a diestro y siniestro.
Después yo no sé ciertamente lo que sucedió.

Sólo recuerdo que al poco rato penetró mucha gente en el tocador, que me arrancaron la silla de las manos, y que aquellos buenos señores se empeñaron en demostrarme que un hombre bien educado ha de reglamentar sus sentimientos y vengarse con todos los requisitos que exige la buena sociedad.

Nombré padrinos, recibí una tarjeta, y el amante de mi mujer se retiró con la cabeza descalabrada.
El escándalo fue completo y todo el mundo tuvo noticias de mi deshonra, a la que benévolamente adjudicó el nombre de chistosa aventura.
La luz del día me sorprendió sentado en mi despacho y con la cabeza apoyada sobre las manos. Durante las muchas horas que permanecí en tal posición, hice las siguientes reflexiones:
Que la falta de mi mujer era debida al deslumbramiento producido por los esplendores de una esfera a la que no estaba habituada.
Que Gabriela y yo hubiéramos sido más felices siendo menos ricos y ocupando una modesta posición.

Que ella tal vez no hubiera empañado mi honor a ser yo un empleado de poco sueldo, imposibilitado de dar en su casa bailes y tés dansants.

Y que, en su consecuencia, la culpa de todo la tenía aquel maldito premio gordo que tanto había trastornado la carrera de mi existencia, y que para poco había venido a servirme, pues por efecto de los bailes y otros caprichos de mi mujer, su cantidad estaba bastante mermada.



IV

La mañana era fría y lluviosa.

A pesar de esto, yo me encontraba tras las tapias del cementerio con una pistola en la mano y teniendo a veinticinco pasos de distancia al amante de mi esposa, armado de igual modo.
Íbamos a saber de parte de quién estaba la razón y para ello erigíamos en tribunal a un par de pistolas. ¡Famosos jueces!
El duelo, merced a mis instigaciones y a los buenos deseos de algunos amigos, tenía mucho de bestial.
Los primeros disparos debían hacerse a veinticinco pasos de distancia y después podíamos avanzar hasta agujerearnos el pellejo a quemarropa.
Los padrinos hicieron la señal; y yo, ansioso de dar muerte a mi enemigo, disparé, sin lograr mi objeto.
El elegante permaneció inmóvil, sin que mi bala le causara el menor daño, y luego avanzó hasta ponerme en el pecho el cañón de su pistola.
Yo estaba desarmado y, como al mismo tiempo veía en el rostro de mi rival señales de hostilidad, no pude menos que sentir miedo.
Mis piernas flaquearon, mi frente se inundó de sudor y, considerando que aquello era un asesinato a mansalva, mi instinto se sublevó y me dispuse a arrojarme sobre mi enemigo.
Pero en el mismo instante sonó una espantosa detonación y sentí mi pecho atravesado por la bala...

—¡Alto ahí! —dije cuando mi amigo Jacinto llegó a semejante punto de su narración—. Yo no comulgo con ruedas de molino, y no puedes hacerme creer que es posible se salve un hombre en un lance tal como tú lo describes.
—Aguárdate un poco —contestó mi amigo—, y te convencerás de la veracidad de mis palabras.

Apenas sonó el tiro y sentí la herida, cuando me encontré en la casa de huéspedes que habito, sentado ante mi humilde mesa.
—¿Cómo puede ser eso?

—Ya sabes que yo (según decís todos) tengo una imaginación febril y que de continuo sueño despierto, hasta paseando por las calles. Pues bien: todo lo que te he relatado no era más que un cúmulo de sucesos creados por mi fantasía en un momento. Aquel día era víspera de nochebuena, o sea el destinado para contemplar algunas alegrías e infinitas decepciones.

Yo, instigado por mi novia Gabriela (que ya te enseñaré cualquier día), había tomado un décimo de billete con la esperanza de lograr con la lotería el medio de casarme pronto con ella.
¿Querrás creer que cuando mi patrona me dio el suplemento que contenía los primeros números premiados no tuve gran interés en leerlos?

En aquellos instantes hasta sentía miedo por si me había tocado el premio gordo.

Tal efecto hicieron en mí las fantasías que había producido mi cerebro soñando despierto.

 


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