El misterio de la cripta embrujada - Eduardo Mendoza

 

HABÍAMOS SALIDO a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones. Por eso no me importó que el doctor Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme. 

El doctor Chulferga era joven, bajito y cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus gafas color de caramelo. Hacía poco que había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien. Le saludé con una deferencia conducente a disimular mi turbación. —El doctor Sugrañes —dijo— quiere verte. Y respondí yo para hacer la pelota: —Será un placer —añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no le arrancaba una sonrisa —, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro alterado sistema. El doctor se limitó a dar media vuelta y a caminar a grandes zancadas, comprobando de vez en cuando que yo le seguía.

 Desde lo del artículo, el doctor se había vuelto desconfiado. Lo del artículo era que había él escrito uno titulado «Desdoblamiento de personalidad, delirio lúbrico y retención de orina», que abusando de su desorientación de recién llegado, dio a la luz Fuerza Nueva con el título «Bosquejo de la personalidad monárquica» y con la firma del doctor, lo que le sentó mal. A media terapia daba en exclamar con amargura: —En este país de miércoles hasta los locos son fashittas. Lo decía así, y no como nosotros, que pronunciamos todas las letras conforme van viniendo. Por todo lo cual, según iba relatando, obedecí sus órdenes sin replicar, aunque me habría gustado haber podido pedir permiso para ducharme y cambiarme de ropa, ya que había sudado bastante y soy propenso a oler mal, especialmente cuando me hallo en recintos cerrados. Pero no dije nada.

Eduardo Mendoza

1978

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