"La curiosa cantimplora que escondía la historia de un preso de los nazis". - JOSEP FITA




Una mujer francesa afincada en Catalunya que restauraba muebles adquirió el objeto en Els Encants de Barcelona.
Hay objetos que a simple vista son sólo eso, objetos. Sin embargo, hay otros que esconden una historia maravillosa.
Con uno de esta segunda categoría se topó hace unos ocho años Elodie Martin, una mujer francesa originaria de Lyon que lleva algo más de una década residiendo en Catalunya. Ella no lo sabía cuando decidió comprar aquella cantimplora metálica, algo maltrecha y decorada con unas curiosas inscripciones, pero estaba adquiriendo algo más que un simple objeto: aquel artilugio escondía toda una historia de vida.
Por aquella época, Elodie regentaba un taller de restauración de muebles. Es por ello que se dejaba caer cada semana por el mercado de Els Encants de Barcelona. “Iba a comprar muebles y objetos vintage”, explica a La Vanguardia. Un buen día decidió hacerse con una cantimplora que por alguna extraña razón le llamó la atención, y eso que era un tipo de objeto, admite, que no encajaba mucho con los artículos que solía comprar. Quizás sus curiosas inscripciones acabaran por seducirla.
Lo primero que hizo tras adquirirla fue averiguar en qué idioma estaban escritos aquellos grabados. Pero al no tener éxito, decidió guardarla en un cajón. Allí, el enigmático objeto se pasaría, en el más absoluto de los olvidos, unos ochos años. Hasta que recientemente, “haciendo una limpieza general”, esta antigua restauradora de muebles se volvió a cruzar con ella.
Se le pasó por la cabeza venderla por internet, pero algo le llevó a intentar de nuevo descifrar el mensaje escrito en ella. Y esta vez tuvo más suerte. Una amiga suya, Leila, de madre serbia, le dijo que aquella escritura le resultaba familiar. Y así fue. Resultó que las inscripciones estaban hechas con caracteres cirílicos: estaban escritas en serbio.
La información grabada no era muy extensa, pero era suficiente para hacerse una composición de lugar. Había un año y un lugar de nacimiento (Badovinci, 1914) - población ubicada a hora y media de Belgrado-, y la fecha y el nombre de la ciudad donde el propietario de la cantimplora, un soldado serbio de nombre Tchedomir Rosic, había sido arrestado durante la Segunda Guerra Mundial (Sarajevo, 1941).
En el objeto también estaba grabado el lugar donde había sido deportado Rosic tras ser capturado por los nazis: el campo de presos de Stalag VIII-C, un recinto ubicado cerca de la ciudad de Sagan, por aquel entonces territorio alemán, que ahora pertenece a Polonia y recibe el nombre de Zagan. El campo fue construido a principios de la Segunda Guerra Mundial y tenía una extensión de unas 48 hectáreas.
La cantimplora no contenía más información, y a Elodie no paraba de resonarle la misma pregunta en la cabeza: ¿quién era Tchedomir Rosic? Ella y su amiga Leila se marcaron un objetivo: descubrir a la persona que se escondía tras ese nombre.
Lo primero que hicieron fue buscar en la red información sobre Badovinci, lugar de nacimiento del soldado. Encontraron una página de Facebook dedicada a la población y ahí volcaron toda la información que habían recabado. Rápidamente obtuvieron respuesta: el administrador del portal, muy interesado en la historia, les comunicaba que se ponía manos a la obra para saber más del tal Tchedomir.
Y las primeras informaciones no tardaron en llegar. Gracias a un historiador serbio, Radomir Popović, supieron que Tchedomir se había casado con Mileva, nacida en 1919, y habían tenido descendencia: Dragica, una niña nacida en 1940, y dos varones, Milan y Dragoliub, nacidos en 1946 y 1948 pero fallecidos poco tiempo después. De esa información pudieron deducir que, al menos, Tchedomir no había perecido en el campo de presos nazi.
Elodie, sin embargo, quería saber más. Tenía el presentimiento de que aquel soldado había sido una buena persona –“Hay que tener cierta sensibilidad para hacer el esfuerzo de grabar información sobre tu vida en una cantimplora”, argumenta- y tenía la necesidad de saberlo a ciencia cierta. Eso les llevó a ella y a su amiga Leila a seguir indagando, hasta que el esfuerzo dio sus frutos. Hace pocos días consiguieron conversar por teléfono con una mujer, que prefiere mantenerse en el anonimato, de quien Tchedomir era tío abuelo.
Profesora en la Universidad de Oxford e hija de la sobrina de Tchedomir, esta señora explica que su tío abuelo “era una persona maravillosa, simpática, elegante y feliz”. Era tal su generosidad, que cuenta que se hizo cargo de su madre (la hija del hermano de Tchedomir) cuando los padres de ésta murieron. “Se encargó de educarla”, relata esta familiar del soldado serbio, con quien compartió techo durante 20 años, desde que nació hasta 1974, año en que Tchedomir falleció. Es tal el afecto que le profesa que siempre lo consideró como su auténtico abuelo.
Pero Elodie y Leila no se quedaron ahí. También han sido capaces de encontrar a un nieto de Tchedomir, Dragan. Este hombre es hijo de la hija de Tchedomir, Dragica, ya fallecida y que tuvo dos hijos, Indira, que ahora cuenta con 53 años, y el mismo Dragan (50).
Este último tenía seis años cuando en 1974 Tchedomir falleció, pero guarda muy buenos recuerdos de su abuelo porque tanto su madre, Dragica, como su abuela, la mujer del soldado serbio, le hablaron mucho de él. Dragan tiene muchas imágenes guardadas de Tchedomir.
Elodie se siente aliviada después de haber conocido toda la historia que recoge la cantimplora que adquirió hace ocho años en Els Encants y que pretende donar al museo del pueblo de Badovinci. Ahora sabe que su presentimiento era cierto: Tchedomir era un buen hombre. Se siente satisfecha, y es que las revelaciones que se han derivado de la mágica cantimplora han hecho que, entre otras cosas, la sobrina nieta de Tchedomir haya retomado el contacto con parte de su familia en Serbia.
No es casualidad que esta antigua restauradora de muebles haya resuelto el enigma con su esfuerzo y la ayuda de Leila. Al final, es parte de su día a día. Elodie trabaja para la oenegé Acción Planetaria, una organización que fomenta la idea de que “no es necesario viajar lejos para ayudar a los demás”, que “dedicar tiempo a tu vecino” ya es por sí misma una buena acción.
Ahora falta por descubrir cómo una cantimplora de un soldado serbio arrestado en la Segunda Guerra Mundial y deportado a un campo de prisiones nazi acabó en el mercado de Els Encants de Barcelona. Pero eso, en todo caso, sería motivo de otro reportaje.

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