Por un breve instante, horribles fantasmas de posibles tesinas pasadas y futuras desfilan por mi mente con extravagantes títulos: El significado de los toros y de la humilde patata en la poesía de Miguel Hernández – Estructura, calor y sabor de las magdalenas en la obra de Proust – El Pijoaparte hijo natural semiótico de Henry James, con permiso de Félix de Azúa – Los silencios de Moby Dick y su relación metalingüística con la pata de palo de John Silver y con el mezcal y los barrancos de la prosa de Malcolm Lowry – Madame Flaubert soy yo, dijo Federico García Lorca.
¡Maldición, estamos rodeados! Así es imposible leer, hay que saber demasiadas cosas, hay que amueblar la mente de bidets teóricos, hay que ser experto en demasiadas chorradas -le digo a la desilusionada estudiante de graves rodillas y afanoso bolígrafo. Se han empeñado ellos, los malditos tambores de las cátedras y de los institutos, los avinagrados columnistas de diarios de provincias, los rastreadores de estilos y figuras de la alfombra, los rebuznos de la crítica trascendente y los cuarenta años de incultura franquista, en convertir la lectura de un libro en cualquier cosa menos en un placer, un acto libre y espontáneo, una aventura personal con la imaginación. ¿Quieres un consejo? Tira por la borda ese cuaderno y ese bolígrafo y ponte a leer, sobre estas rodillas sojuzgadas de estudiante aplicada, y con ojos infantiles a ser posible, renovada la capacidad de asombro, el sentido de la vida y la imaginación penetrante, otra vez, “La isla del tesoro”. Callarán los bobos tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer.
El periódico de Cataluña
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