Nunca
estuve en Alepo,
nunca
vi yo Palmira,
no
paseé por Damasco,
ni
tomé el té allí en Homs,
pero
sé que sus gentes
aún
desean una vida,
convivir
con sus hijos,
respirar
y sentir.
Y
por esos con ellos
compadezco
este mundo
de
palabras vacías,
de
negocios atroces,
de
fronteras sin alma,
donde
fluye el dinero
y se
ahogan los niños,
se
estabulan los pobres,
se
comercia con sangre,
y
hasta las lágrimas
pujan
en los parqués.
Yo
quiero ver a esos niños
en
mis jardines,
oír
sus cantos y ritmos
en
nuestras plazas,
que
sean también mis vecinos,
vivir
con ellos,
y
que al fin entre todos
hagamos
un mundo nuevo
y
una nueva humanidad.
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